María Lujan Mansilla comparte con nosotros sus primeros escritos, en relación a su trabajo terapéutico en Psicoencuentro. A disfrutarlo!!

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El atardecer es el momento más bello del día. Después del trabajo solía bajar en la estación y desde allí caminar hasta su casa (son aproximadamente 70 cuadras) buscando demorar el arrivo al territorio del ruido, el externo y el interno. Porque caminar era lo único que quedaba por hacer después de las abrumadoras discusiones con sus compañeros. Caminar la alejaba y la acercaba a su existencia. Caminar con desesperación, sintiendo en cada parte de su cuerpo el peso de los días muertos. Cada parte de su cuerpo colapsando al ritmo de la angustia. Podía verse muerta en cualquier esquina de la ciudad, sin que nadie pudiera sostener su cabeza y evitar que se estrellara contra la pared o la vereda. Un impulso visible de lucha, lleno de lágrimas, apretando los labios, pisando siempre con miedo y desconfianza de la mano amiga. El embriagador humo detrás de la casa, el fuego quemando los vínculos. Papá y Mamá intentando superar y desfigurar la frustración de tener hijos tan opuestos.

Contar la plata en el bolsillo tomaba menos de un minuto, siempre era la misma cantidad y los mismos billetes manchados y maltratados; casi una elección de vida. A veces se sentía en el lugar correcto, una sensación dulce mientras atravesaba el parque. Como una gran observadora llevando la mirada hacia lo verde que se iluminaba con la noche. Pensando en los demás, tratando de imitar el movimiento. Hablar le generaba inseguridad y un caos en el pensamiento al recordar que debía asistir a las reuniones familiares de la próxima semana. Y finalmente llegar, darse una ducha, explotar el silencio, exprimirlo. Encerrarse en un cuarto y ver películas, el cine era un lugar a salvo, el bajoneo bajaba el volumen. Tal vez podría huir, pero ¿huir? ¿Huir a dónde? ¿Huir cómo? La resistencia, la vida cabeza hacia abajo ¿es eso medirse como ser humano? ¿A través del amor? Algo que ha quedado sepultado debajo de tantas cosas ¿cómo saber si aún respira? Amor es la palabra que no pertenece a su dialéctica.

Ahora está entre dormida, viajando, no se puede precisar el tiempo. El micro se detiene en una intersecion; a un costado, la luz verde ilumina dos cuerpos entrelazados, unidos, casi no se distingue el uno del otro. El sueño y la vigilia parecen ser la misma cosa.

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A veces no puedo distinguir si hago las cosas por mí o por los demás, no me gusta dudar en lo que se refiere a mis deseos, quisiera ser impulsiva, sería interesante en ciertas ocasiones. Soy una persona que se bajonea siempre. No es habitual comenzar una conversación con estas palabras. Sobre todo, con alguien que acabo de cruzar en la calle, alguien a quien no frecuento desde hace alguno años. Para ser honesta fantaseo con responder de manera directa y cruda a cada pregunta absurda que haga, a ese protocolo de los encuentros casuales que nadie cuestiona. Responder a los comentarios del clima: “mirá, ninguna estación funciona conmigo, la verdad es que todo funciona un tiempo, luego pierdo el interés y ya no tienen ese efecto” Continuar: “sufrí cada trabajo que tuve, sentía que iba a hacer eso toda la vida, como si el tiempo se hubiera detenido, pero a la vez se acelerara provocándome mareos” Por supuesto que las reacciones físicas no tardarían en manifestarse del otro lado. Lo cual me provocaría mucha gracia. Sería una manera de quitarme de encima algunas cosas y de tratar de encontrar una conexión. Debería ser así siempre, sin embargo solo en mi cabeza por el momento, ya que evito ir a reuniones sociales, porque pienso que mis ideas u opiniones no se van a entender, estarás fuera de lugar. Las relaciones son difíciles para mí; vacía y paranoica en un triángulo amoroso, María es la amante. Incompleta, insegura y aburrida en una par eja.

Trato de escribir, trato de concentrarme, pero en esta casa el silencio se rompe, a veces tan de golpe que mi corazón pega un salto e inicia el nerviosismo. Quiero ser la única que haga ruido.